Primer libro de Lankhmar by Fritz Leiber

Primer libro de Lankhmar by Fritz Leiber

autor:Fritz Leiber [Leiber, Fritz]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico
editor: ePubLibre
publicado: 2013-12-05T00:00:00+00:00


Espadas en la niebla

UNO

La nube de odio

El ritmo apagado de los tambores crispaba los nervios. Las luces rojas parpadeaban, hipnóticas, en el templo subterráneo de los Odios, donde cinco mil andrajosos adoraban a su dios, arrodillados, presas del éxtasis, inclinándose y apretando la frente contra el adoquinado frío y áspero a medida que entraban en trance y la ponzoña humana se adueñaba de ellos.

El inaudible palpitar del templo y el bajo son de los tambores, combinados con los gruñidos y lloriqueos, creaban una vibración tan infernal que amenazaba con estremecer la ciudad y las tierras de Lankhmar, e incluso el mundo entero de Nehwon.

Lankhmar llevaba muchas lunas en paz, con lo cual los odios habían aumentado. Además, esa misma noche, en un lugar del centro de la ciudad, los nobles de toga negra se habían reunido para celebrar los esponsales de la hija del gobernador y el príncipe de Ilthmar con diversión, festines y vistosos bailes, de modo que los odios se redoblaron.

El templo subterráneo consistía en una única nave tremendamente larga y ancha, con gruesas columnas distribuidas de forma tan irregular que la vista no abarcaba más de un tercio de la sala. El techo era tan bajo que, si se alargaba bien el brazo, era posible rozarlo con la punta de los dedos; sin embargo, en aquel caso, todos los presentes estaban postrados. De tan fétido, el aire llegaba a marear. Las espaldas oscuras de los hechizados por el odio formaban una especie de suelo ondulado en el que las columnas de piedra, cubiertas de una costra de salitre, se erguían como troncos grises de árboles.

El enmascarado arcipreste de los Odios levantó un dedo huesudo. Címbalos de hierro fino como el pergamino empezaron a sonar al ritmo de los tambores y los destellos rojizos, aumentando la maldad y la envidia de los comulgantes arrebatados hasta una intensidad insoportable.

Entonces, en la penumbra de aquella nave semejante a una gigantesca grieta, unos vagos zarcillos blanquecinos empezaron a surgir del suelo ondulado de espaldas oscuras como si por arte de magia creciera una hierba fantasmal. Los zarcillos, que en otro mundo podrían haberse definido como ectoplásmicos, se multiplicaron rápidamente, se engrosaron y crecieron hasta entrelazarse en formas serpenteantes que parecían sentir curiosidad por cuanto los rodeaba. Era como si lenguas de niebla densa se hubieran colado hasta aquel sótano desde el ancho río Hlal.

Las serpientes blancas ascendieron enroscándose por las columnas, rozaron el techo bajo, prodigaron húmedas caricias en las espaldas de quienes eran a la vez sus devotos y su origen, y se deslizaron hacia arriba, una tras otra, por el agujero negro de una angosta escalera de caracol cuyos peldaños de piedra estaban tan desgastados que casi formaban una rampa suave, y que convirtieron en un cilindro blanco y sinuoso de amenazante tono rojizo.

Los tambores y los címbalos no flaquearon ni un momento. Los custodios de la luz del infierno no dejaron de mover las ruedas de madera en las que ardían, protegidas, unas velas rojas. Tampoco parpadearon ni se desviaron los ojos del arcipreste, ocultos tras la máscara de madera.



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